Viaje a Ciria
Alguien me pidió que si iba a Ciria a unas jornadas de tecnología contara mis impresiones y que, como agradecía la extensión, lo hiciera en un post del blog. El resultado de cumplir la palabra dada es el presente artículo (no periodístico: no esperéis verdad o hechos en él más allá de la subjetividad humana. Ya me disculparán los asistentes si mis puntos de vista no coinciden puntualmente con los suyos. También me perdonará quien me pidió la crónica, pues supongo que esperaba otra cosa).
Estuve, así lo cuento, pero disculpad que no me meta, tampoco, en temas técnicos que se trataron allí: sólo pude asistir a la primera parte de la charla titulada Googlent'. Y bueno, ya os he hablado alguna vez sobre servicios alternativos que utilizo en lugar de los que regala la gran G y otros que se pueden utilizar. Pero ese día me sirvió para conocer gente de la categoría de «los raros esos que usan lo que no usa /nadie/».
No es importante, pero intentaré seguir un orden cronológico de los hechos. Como digo conocí a gente (muy) interesante, a algunos de los cuales «desvirtualicé» y me «desvirtualizaron», aunque ahora ─al día siguiente del evento─, algunos nombres y caras las tendré confundidas y desordenadas, incluso equivocadas, como resultado de mi habitual torpeza para los nombres.
Impresiones del viaje de ida
Amanecí temprano, los pájaros se llamaban unos a otros en el sauce que se ve desde mi ventana, y (casi) me obligaron a levantarme antes que sonara la alarma del móvil. Desayuné tranquilo con tanto tiempo de antelación que casi me subí en la moto porque no sabía en qué gastar el tiempo que me sobraba. Salí antes de tiempo, con la idea de tomarme un café cuando parara a repostar. Recordaba que la gasolinera de Fuendejalón tiene un bar adosado. Lo tiene, pero cuando llegué, ambos dispensadores, ─el de gasolina y el de bebidas─, estaban cerrados y yo con sólo «una rayita» antes de que se encendiera «la reserva» de la moto.
Bueno, «despacio y dejando ir la moto; sin acelerones ni frenazos; ahorrando gasolina» pensé, «En Illueca, repostaré»... No había salido de Fuendejalón por la carretera hacia Tabuenca cuando «la reserva» comenzó a parpadear. «Dejo la moto ir, sin acelerones. Con la reserva llego, son sólo 35Km». Y así empecé el viaje, con el Moncayo a mi derecha. El sol de la mañana aún no agobiaba y avanzaba sin prisa, sin apresurarme, trazando curvas sin sobresaltos en una carretera donde los kilómetros compiten para ver cuál tiene más cambios de dirección y enlazan una curva tras otra impidiendo que el motorista se mantenga en vertical más de un segundo.
La naturaleza me rodea y a esa velocidad puedo disfrutar de ese milano que comienza a seguir la moto con la esperanza de que el ruido de mi motor espante ese conejo que se oculta en la cuneta antes de decidirse a cruzar. Mientras, descansado y sin tener que hacer ningún esfuerzo para «meter por su sitio» la moto, me deleito en analizar cómo tumba y se levanta la máquina con sólo una ligera presión en el manillar. Farallones de piedra con pedicura de carrasca y encina me reciben cuando acabo la ascensión y me dejo caer hacia el siguiente valle. Casi bailando con la carretera. Un vals que va girando ladera abajo, como surfeando las olas de asfalto, la quilla de la moto se ajusta a cada curva y siento que lo hace prácticamente sola, sin yo tener que pensar dónde o cómo, la moto tumba y se levanta para tumbar al otro lado. Cayendo hacia Tierga me alcanza un grupo de motos. «¿Dónde irán con tanta prisa?», pienso, «A por unos huevos fritos», me contesto. Luego me doy cuenta, que estoy viajando. Muchas veces nos desplazamos, vamos de un lugar a otro, para hacer vete tú a saber qué cosas y el tiempo que gastamos para ir y venir lo desaprovechamos. Es un intermedio de «nada» en medio de la actividad. Esa mañana, con tranquilidad y observando lo que hay a mi alrededor, me siento viajero, observador de paisajes. Otras veces pasando por la misma carretera muy ocupado con las curvas, la moto, la trazada, la gravilla en el suelo, el coche con el que te cruzas que no se aparta dejando sitio y el que adelantas sin que le haya dado tiempo a verte, apenas puedes disfrutar nada de eso.
La carretera deja de bajar y comienza de nuevo a subir. Miro el indicador de la gasolina que sigue parpadeando impaciente. Subo y subo sin prisa y tras una curva un cartel me indica que estoy cambiando la demarcación: «Aranda». El valle correcto, sólo me queda dejarme caer hasta Illueca y la tengo a tiro aunque no la vea aún. Allá abajo, la carretera se pierde entre rocas, almendros y monte bajo. Arriba en el cielo un grupo de buitres despereza sus alas girando una térmica que ha levantado el sol de la mañana. La reserva sigue sin estar fija.
Los pueblos aquí se acurrucan a los pies de sus castillos. En invierno huelen a leña y en el verano a vuelo de golondrina. Illueca no es distinto, salvo por la buena conservación del Palacio del Papa Luna, convertido en Parador Nacional. Sin embargo, la primera gasolinera que me encontré no tenía bar adosado donde reposar.
Con el depósito lleno y sin motivo para retrasarlo más, comencé a subir a lo largo del valle del Aranda. Esperaba una carretera estrecha y bacheada como por la que había llegado, sin embargo, la mayor parte era asfalto nuevo y algo más ancha, y por tanto más rápida, de lo que había previsto. Llegué a Ciria casi sin enterarme y con mucho tiempo antes de la hora fijada.
En Ciria
Primero fui hasta la iglesia y la plaza donde después comeríamos. Saludé a algunos lugareños, la mayoría gente mayor que entiende que los humanos se saludan cuando se cruzan, se conozcan o no. Después salí de nuevo con la moto en dirección a la nacional para dar una vuelta y ver el castillo desde abajo. Volví al pueblo dispuesto a tomar un café para hacer tiempo y aparqué junto a la plaza donde habíamos quedado ─y donde estaba el bar─.
Me dirigía hacia el bar cuando un lugareño me informó que estaría cerrado: «hasta las doce o así no abre», me dijo. Me senté a esperar mientras observaba el vuelo de vencejos y aviones atareados en la caza de insectos para sus crías. «Debe estar perdido», me dijo una lugareña tras saludar. Y no, no lo estaba, el lugar era el correcto sólo que con una hora de antelación.
Sentado allí se presentó Jordi. Ya nos habíamos cruzado cuando visité la iglesia, pero yo lo había tomado por un lugareño con su sombrero de paja y supongo que él a mí igual. «¿Tú eres Nostor?» fue la frase que me sacó de mi error y «sí, soy Notxor...» la que intentaba sacarlo a él del suyo. Me habló de que él ya había estado más veces en el pueblo y que le encantaba. Me habló de lo que disfrutaba los paseos siguiendo la orilla del río, que la tarde anterior, cuando llegaron habían subido al castillo a ver la puesta de sol y otras muchas cosas. De estas conversaciones nos sacó el mismo vecino que me dijo que el bar estaba cerrado, para anunciarnos que ya debía estar abierto, porque el coche aquél, «ese que está allí» es el conduce «el del bar».
Un refresco y un té después, Jordi y yo, nos acercamos a la casa de los padres de Nuria, «donde estaban los demás». Bueno, sólo los que habían llegado: aún faltaban por llegar David y Jordi (otro Jordi) ─ambos vitales para la hora de la comida, las tortillas que traía David desde Logroño y la butifarra que trajo Jordi fueron fundamentales para comer─. Visitamos un poco el pueblo: «las escuelas» donde luego se realizarían las charlas, «la Casa de Tía Julia». Es la típica casa única de pueblo, ─o irrepetible, más bien─: una casa que se adapta al terreno, que no lo aplana para construir cubos rectos e impersonales. Las escaleras son irregulares de escalones pintados de rojo y blanco, con un umbral donde aún se conservan las pisadas de un joven gato en un cemento que fue fresco hace muchas decenas de años. Entramos por una puerta y salimos por otra que conecta la casa con la sombra de un gran olmo, ─«la olma» la llaman en el pueblo─ de los pocos que la grafiosis ha respetado.
Comimos a los pies de la iglesia. Una plaza a la sombra de un grupo de chopos, esos árboles que mi mente asocia siempre a las orillas del río como escribió Juan Ramón Jiménez en su poema «álamo blanco»:
Arriba canta el pájaro
y abajo canta el agua.
Arriba y abajo
se me abre el alma.
¡Entre dos melodías
la columna de plata!
Pero estoy divagando tanto que quizá debería concretar un poco. Por cierto, el evento al que asistía era uno en la Casa de la Tía Julia un proyecto muy interesante que ya había conocido a través de internet pero que tendría la oportunidad de conocer de primera mano contado por su impulsora principal: Nuria.
Las charlas del evento
Pues mal, muy mal: no me pude quedar más tiempo y abandoné el evento con el regusto de «tenía que haberme quedado», apenas pude disfrutar nada. Andoni comenzó a hablarnos de Google, los servicios que regala y cómo evitarlos. Donde se cruzaron temas de ética y de información, de privacidad y de negocio en una conversación agradable y participativa. Al principio me resistía a irme y lo pospuse todo lo que pude, pero tuve que irme. Me dolió tener que dejarlo justo cuando comenzaba. No puedo hablar, por tanto de mucho. Me hubiera gustado poder terminar la charla, toquetear la impresora 3D que habían montado y estar presente en la de Ekaitz sobre criptomonedas y aprender muchas cosas.
El regreso
Al salir para regresar a casa, hablé con Nuria sobre la posibilidad de organizar otro evento ─con una temática más psicológica─ a ver si concretamos y en un futuro podemos hacer algo.
La vuelta a casa no fue tan divertida. El cansancio del día hacía que la carretera no fluyera, quizá yo no estaba ya en el modo viajar y en el de desplazarse las buenas carreteras no me parecieron tan agradables. Eran nacionales e incluso un tramo de autovía, pero no los sentí como a la ida. El día estaba llegando a los rojizos del anochecer y el sol a mi espalda se empeñaba en ir alargando mi sombra. Poco más puedo contar del evento.